John Mario González*
El optimismo fue siempre el gran aliciente. Me impulsó a atravesar una niñez de extrema pobreza en medio de la endémica violencia de un pueblo cafetero de Colombia en los años 70’s y 80’s. No era la violencia guerrillera, ni era ya la violencia política. Era la violencia del simple matar por matar. En aquella época, al ver los noticieros de televisión en ocasiones confundía algunas imágenes. Podían ser las de la guerra en el Magdalena Medio colombiano, la guerra en los países de Centroamérica, la guerra entre Irak e Irán o la del Líbano.
Fue afortunado no caer presa del círculo vicioso de violencia local. El optimismo permanecía incólume y me condujo a buscar horizontes y oportunidades en Bogotá. Fue como un renacer y el comienzo de una toma de conciencia nacional. Claro, hubo de suceder en medio de la inmarcesible violencia colombiana. De camino a la universidad había de correr por el centro de la ciudad porque en la calle menos esperada podía estallar un carro bomba. La violencia guerrillera continuaba y, fortalecida por el dinero del narcotráfico, se extendía por otras regiones del país. Los grupos paramilitares hacía algunos años que habían hecho su entrada oficial e imponían su “ley” en ciertas regiones del país.
Fueron años en los que se constató el poder corruptor del narcotráfico. La campaña a la presidencia de Ernesto Samper fue financiada con dineros del narcotráfico. Ese gobierno hizo hasta lo imposible por no caerse a un costo altísimo para la institucionalidad del país. Los grupos armados al margen de la ley se fortalecieron, las finanzas públicas se deterioraron y la guerrilla comenzó a propinarle golpes contundentes a la Fuerza Pública colombiana. A pesar de todo eso, la gente al menos podía recorrer la mayoría de las carreteras del país sin gran inconveniente.
Para entonces decidí probar suerte estudiando en el exterior para luego regresar al país. Al final de los noventa, la situación del país ya era dramática. Se había sobrevenido una crisis económica internacional, el gobierno se había dejado arrinconar por la guerrilla, los grupos paramilitares, los narcotraficantes y el país aceleraba su deterioro. Los colombianos salían en bandadas al exterior y la condición de parias en el extranjero se hacía oficial.
Los colombianos se han acostumbrado a la violencia de una forma asombrosa. Infortunadamente también se les olvida, o parecieran no darse cuenta, de la percepción de narcotráfico, delincuencia común, delincuencia organizada y otros infelices referentes que están asociados a su colectivo de inmigrantes en varios países del mundo. La situación del pueblo palestino, por ejemplo, es dramática, pero el número de muertos y de sangre es lejanamente superior en Colombia.
Con una percepción de hastío como esa regresé en el 2002 al país, a pesar de que propios y extraños insistían en que no valía la pena regresar. Siempre les decía a mis compatriotas en el exterior que había que regresar a Colombia, que no se podía cambiar un poco de confort por el amor a la patria, por la lucha por un futuro mejor.
El regreso fue difícil. El desempleo rampante, la pobreza desbordada, los indigentes y la gente con hambre a las puertas de los restaurantes mendigando comida y lo que es peor, una actitud de acomodo o resignación de buena parte de la población. Un nuevo gobierno, el de Álvaro Uribe, había sido elegido y parecía que podía sucederse un cambio.
Muy pronto el gobierno obtuvo logros en materia de restablecimiento del orden público y seguridad. Básicamente en sus dos o tres primeros años de labor. En numerosos otros frentes de su gestión, el gobierno se convirtió en una gran máquina de propaganda antes que en el hacedor de resultados. Desperdició tiempo precioso en el impulso a iniciativas nimias, chambonas o que sólo buscaban satisfacer la intransigencia. Desperdició quince meses buscando pasar un referendo inocuo, otro año y medio impulsando una primera reelección, y más de un año buscando una segunda reelección.
En total, cuatro o más años en iniciativas sibilinas. Y después de casi ocho años de gobierno no son pocos los sectores de la actividad gubernamental que muestran involución. La violencia en las grandes ciudades se ha incrementado en los últimos años. Cuando supuestamente ya el gobierno había desmovilizado y capturado a los paramilitares, ahora el mismo gobierno le concede autorización a la Iglesia Católica para que sostenga acercamientos con las bandas emergentes o nueva generación de paramilitares en un implícito reconocimiento a que el fenómeno lo tiene desbordado. La corrupción es patética en todos los niveles del gobierno e instituciones, principalmente el sistema de justicia. El sistema de salud anda en cuidados intensivos. La pobreza no ha tenido un alivio, a pesar de que el país que se vio favorecido hasta el 2008 por un contexto económico internacional que propició un crecimiento de seis años sin precedentes en las últimas cuatro décadas. La generalidad de países de la región tuvo mejoras sustanciales en la reducción de la pobreza como Brasil, Perú, Chile, Uruguay e incluso Ecuador y Bolivia.
Pero curiosamente, con el sambenito de que ahora se puede viajar por las carreteras y con la máquina de propaganda oficial, el gobierno de Álvaro Uribe ha logrado instalarse como imprescindible en el imaginario de los colombianos, haciendo y deshaciendo la débil institucionalidad existente.
No es el país actual el que imaginamos hace 8 años o el que merecemos los colombianos, ni tampoco el que imaginamos hace 20. Es un país donde la resignación hace estragos, donde la trampa se convirtió en un valor de cambio; donde la pobreza y la injusticia son alarmantes, donde la corrupción dificulta poner en marcha cualquier iniciativa seria y donde la vida humana está infravalorizada. En Colombia es aún posible el ascenso personal, el enriquecimiento económico, muchas veces ligados a actividades ilegales. Pero es infortunadamente un país que sigue construyendo su historia al lado de las naciones malogradas, que sigue siendo un país problema, y donde las oportunidades se le siguen negando a la inmensa mayoría.
Ojala algún día regrese la sensatez, que algún día los colombianos seamos capaces de mirarnos al espejo y saber realmente dónde estamos, y ojalá que algún día nos devuelvan el país que nos arrebataron.
*Analista político en Washington D.C.
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