Por: John Mario González
Publicado por El Tiempo Latino en Washington D.C.
En los años ochenta los especialistas decían que los problemas de los países latinoamericanos tenían su origen en la ausencia de democracia, en la estructura obesa del Estado y en la irresponsabilidad fiscal de los gobiernos.
Esas eran parte de las razones de la llamada "década perdida" para la región. En ese contexto las dictaduras ya no se toleraron más y por eso debieron hacer la transición a la democracia. Y se reformó la estructura del Estado, se privatizaron empresas, se liquidó el proteccionismo y se obligó a una mayor disciplina en el gasto público.
Como la cirugía era tan profunda y había que hacerle una presentación en sociedad, entonces a casi todos los países se les tomaron las medidas y se les mandó a hacer un traje llamado una nueva constitución. Debían vestir elegantes y declarar las mejores intenciones del mundo.
Y como el caudillismo ha sido fuente de inestabilidad política y de las dictaduras mismas en la región, entonces algunos países decidieron en el mismo traje prohibir la reelección presidencial y otros prohibieron la reelección inmediata.
Secundados por esa tradición hispana de no atacar los problemas directamente, sino de cambiar las leyes, parecía que las nuevas constituciones eran la fórmula hacia una nueva era de prosperidad para la región.
El entusiasmo llegó hasta la Organización de Estados Americanos, OEA, que aprobó una Carta Democrática, según la cual cuando la democracia estuviera amenazada en uno de sus estados miembros los demás podrían iniciar las gestiones diplomáticas necesarias para acudir en su rescate.
Se vieron avances, hay que subrayarlo. Hay algunos países que a pesar de las adversidades económicas mantienen su estabilidad política e institucional, y avanzan, como es el caso de Chile, Brasil o Uruguay.
Pero el encanto, sin embargo, no tardó mucho y parece ahora amenazado. Pronto comenzaron a avizorarse los caudillos que incómodos con las limitaciones de la no reelección se propusieron cambiar de nuevo las reglas de juego, y que ahora amaga con convertirse en una ola en todo el continente.
Primero fue Perú, luego Colombia, después Ecuador, Bolivia y ahora Venezuela, como aconteció el fin de semana pasado con la aprobación de la reelección indefinida de presidente y de los distintos cargos de elección popular. Con el cuento de la refundación del Estado o de consolidar sus proyectos, los caudillos han hallado un método para burlar la democracia. Ya no necesitan dar golpes de Estado, sino que lo hacen por la puerta de atrás, con un discurso populista, estrangulando paulatinamente a la oposición.
Claro que el problema no es la reelección en sí misma. Daría igual para un observador quién gobierne y cuánto tiempo si todo fuera bien.
El problema es que la reelección de más de un periodo en los sistemas presidenciales que por su naturaleza es fija, en especial los cambios en las reglas de juego a mitad de camino, plantea los problemas clásicos para una sociedad que se precie de elegir a sus dirigentes.
¿Cómo garantizar que quien se reelige no está perpetuando un proyecto personal y de su corte palaciega?, ¿Cómo poder realizar un cambio en la dirección del gobierno si su conducción es errónea?, ¿Cómo garantizar que quien se reelige no ahoga todos los espacios de representación y no intimida a la oposición? Y si el gobernante pierde la confianza de su pueblo, ¿cómo cambiar un presidente caudillista sin producir un quiebre institucional?
Esas son algunas preguntas, pero en el caso específico de la mayoría de países andinos, con la batuta de Venezuela, la tendencia de las reelecciones parece más bien significar la acumulación de desencantos que se incuban en una bomba de tiempo que en cualquier momento puede estallar.
Y en esos casos las reelecciones no plantean un instrumento de consolidación democrática porque además contienen la carga de la polarización; significan la permanente división entre buenos y malos.
Chávez y Venezuela se dan el lujo de hacer todo tipo de contorsiones políticas echando mano incluso de fórmulas económicas fracasadas o que no tienen ningún futuro. Lo hacen gracias a los recursos del petróleo, por lo cual casi que cualquier modelo económico en Venezuela, hasta el más ineficiente, tendría un soporte que lo libre del desastre total.
Pero también, debiera entenderse que lo que inspira la llamada revolución venezolana, el discurso gubernamental y su conexa reelección es un modelo para no copiar; un proyecto caudillista que está dejando una estela de polarización, una acumulación de desengaños, y de desajustes políticos que a mediano plazo pueden estallar.
No son entonces buenos los vientos que soplan para los países latinoamericanos.
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